Un análisis de Taiana González

La confianza, ¿la gran aliada de la pandemia?

Publicada 17/01/21 -Actualizada 05/02/21 02:07h
La confianza, ¿la gran aliada de la pandemia?

Análisis/ La COVID-19 es pandemia porque nos olvidamos lo irresponsables que somos. Dejamos todo librado a la confianza. Saludamos con dos besos, porque seguramente mi amigo se ha cuidado; decidimos seguir en el coche aunque el taxista vaya sin mascarilla, porque creemos que alcanza con una mampara de separación. Nos olvidamos de la distancia social en las manifestaciones y creemos que el virus se desactiva en días festivos. Pero no solo los ciudadanos de a pie confiamos en nuestros pares… las Administraciones confían en que vamos a cumplir con lo que nos recomiendan y eso, ha quedado demostrado, está muy mal. Lo digo porque este martes regresé de mis vacaciones por Argentina y he comprobado, de los dos lados del Océano, que no somos de fiar. No tengo claro qué es lo que tienen que hacer, pero esperar que cumplamos con lo que sugieren seguro que no!

¿Por qué digo esto? Porque tanto para visitar Buenos Aires como para regresar a Palma tuve que hacerme una prueba PCR, y en ninguna de las dos ciudades me pidieron nada, aún siendo obligatorio y con elevados números de contagios. Yo me pregunto: ¿así se transmite seguridad?

Iré cronológicamente, para hacerlo más fácil y para enumerar sin olvidos las cosas que fui observando.

Lo primero, aeropuertos y aviones

Hemos publicado cantidad de noticias hablando de los protocolos y de verdad que se aplican, pero algunas cosas me llamaron la atención. Por ejemplo, ¿por qué tanta manipulación de documentos y pasaportes? ¿por qué no aprovechar la tecnología biométrica? Debe ser que confían en que somos asiduos usuarios de geles hidroalcóholicos. De la distancia social, directamente no hablemos, parece que no entendemos de qué se trata.

Las colas en el Aeropuerto Madrid-Barajas sin distanciamiento social.

En HOSTELTUR publicábamos que el riesgo de contraer COVID-19 en aviones es del 0,003%, según el Pentágono y que un pasajero necesitaría volar 54 horas con un enfermo para infectarse. A mí eso no me alcanza, porque mi cabeza no deja de pensar circunstancias de contagio, sobre todo porque si prohibieron fumar en la vía pública por el riesgo que supone, cómo me voy a fiar de un ambiente cerrado, aunque se desinfecte y haya sistemas de filtración.

En un viaje de 13 horas me quité la mascarilla en cuatro oportunidades: dos veces para cambiarla y dos para comer. En los dos primeros casos fue mientras dormía mi desconocido compañero de asiento, pero luego para la cena y el desayuno.

¿Qué pasa si en el momento en que me quito la mascarilla para comer mi vecino estornuda y no se cubre? Puede que esté siendo exagerada, pero al comienzo de la pandemia estuve viviendo con tres enfermeros y uno de ellos se contagió porque una paciente -que todavía no había sido diagnosticada-, le estornudó en la cara. Por estos pequeños detalles no me parece descabellado insistir en la necesidad de un asiento libre entre pasajeros.

Ingreso a Argentina

Para ingresar a Argentina tuve que rellenar una Declaración Jurada y adjuntar el resultado negativo del test COVID. Al momento de facturar la maleta y hacer el check-in en el aeropuerto, la aerolínea me pidió el resultado del PCR.

Al llegar al Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires) unas cámaras termográficas midieron mi temperatura corporal y nada más. No me pareció mal, el resultado ya estaba en manos de Migraciones, 48 horas antes de volar. No sé qué habrá ocurrido en el caso de las personas que llenaron esa declaración en el avión y por tanto las autoridades no contaban, previamente, con la información sanitaria. Quiero creer que la presentaron, pero… déjenme dudar.

Mi llegada al país coincidió con la reapertura al turismo internacional fronterizo y la autorización de vuelos regulares desde otros países. Todavía se podía elegir entre PCR negativo o cuarentena. Opté por la primera porque tenía que moverme por tres provincias y quería aprovechar mejor mis días. Pero si hubiese elegido confinarme, también lo podría haber hecho, porque no había ningún tipo de seguimiento del viajero. Es decir, cumplir o no quedaba bajo la conciencia de cada uno, con lo que nos cuesta la responsabilidad individual y social.

En Argentina tuvieron uno de los confinamientos más largos del mundo, aunque con variaciones según las provincias. Se pasó del Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO), por el que los ciudadanos debían permanecer en sus domicilios, al Distanciamiento Social, Preventivo y Obligatorio (DISPO), que permite circular, trabajar y realizar actividades siempre que se mantengan dos metros entre personas. Sin poder imaginarlo, la situación se fue de las manos.

El 25 de noviembre se murió Diego Maradona y todos vimos por televisión a dónde fueron a parar la distancia de seguridad sanitaria y las mascarillas. Pero el descontrol venía de antes. En mi país juntarse a tomar mate es casi ley, nadie se cuestiona chupar de la misma bombilla, aunque haya una pandemia. Mi familia vive en un pueblo que no debe tener más de 10.000 habitantes y en el que al menos el 7% ya tuvo COVID-19. Y es por la maldita confianza, porque la vida siguió normal como si los virus mortales se quedaran en las grandes ciudades. Esta ceguera, multiplicada, ha llevado a que en Argentina hoy haya cerca de 1,8 millones de casos, contando unas 45.000 muertes.

Dice Mafalda que los grandes son todos iguales: unos irresponsables.

Pasé 30 días en Argentina. Una semana en Ciudad de Buenos Aires, donde estuve viviendo los últimos 5 años y el resto en dos provincias de la Patagonia, donde nací y crecí. Me reuní con cinco o seis grupos de amigos y con toda mi familia. Usé la mascarilla solo en los primeros encuentros y pocos minutos, porque mi ojo clínico decía que estaban bien. Sentía que no había riesgos. Pero pocos días antes de volar, mi tía -con quien pasamos Navidad- se empezó a sentir mal y, efectivamente, dio positivo.

Me enteré lo de mi tía cuando ya estaba en Buenos Aires, a pocos días de emprender el regreso. Ya sabía que no estaba contagiada porque tenía el resultado en la mano, pero mientras esperaba ese negativo hice vida normal, no me recluí. Además de confiada, por momentos soy un poco irresponsable.

Aunque a lo largo del viaje me hice tres PCR y una prueba de antígenos, como turista en mi país también hice cosas mal. No estoy solo para marcar errores ajenos: estuve horas pegada a desconocidos en mesas de bares, caminé por las calles del pueblo y repartí besos y abrazos a todos los que no había visto en un año y medio, todo sin mascarilla. Y me pasó porque ver tanta gente relajada, me empujó a hacer lo mismo. Por esto digo que la confianza es la gran aliada de la pandemia.

En Ciudad de Buenos los turistas, y los residentes que hayan pasado más de cuatro días a una distancia superior a los 150 km, deben completar una Declaración Jurada electrónica dentro de las 48hs previas al arribo y realizar un test de COVID-19 dentro del plazo de 72hs posterior al arribo.

El test es gratuito para residentes -y mucho más barato que en Europa si tienes que pagarlo- y si llegas en avión puedes realizarlo en el aeropuerto. No hay excusas, sin embargo hay gente QUE NO LO HACE. Les da pereza. El gobierno confía en que dándonos todo servido también vamos a cumplir… ilusos.

A veces creo que merecemos estar como estamos.

El regreso

Todo esto para decir que volví a España procedente de un país que el 26 de noviembre se descontroló en el funeral del jugador de fútbol; que 14 días después se amontonó en el Congreso para esperar la aprobación del Aborto Legal; que 10 días más tarde tuvo innumerables fiestas clandestinas por Navidad y Año Nuevo, y multitudes bailando en las playas, aprovechando el calor del verano.

Definitivamente, por los números y el comportamiento, volé desde un país de riesgo. Podría haber ingresado contagiada y en mi lugar de residencia nadie se enteraba, porque el resultado del test no me lo pidieron. Así, creo, no se controla la curva de contagios.

Desde el 23 de diciembre España pide a los viajeros procedentes de países considerados de riesgo, independientemente de su nacionalidad o de dónde provengan, una PCR negativa realizada 72 horas antes para poder entrar. Además, hay que cumplimentar un Formulario de Control Sanitario antes de entrar, generando un QR que es chequeado en un control. En el cuestionario se le pregunta al viajero si dispone de una prueba diagnóstica de infección activa de COVID-19 con resultado negativo, pero eso es todo. No hace falta adjuntarla. Confían en que la hagamos y digamos la verdad.

La aerolínea me pidió el PCR en el vuelo desde Buenos Aires a Madrid, pero luego cambié de compañía desde Madrid hacia Palma y no me preguntaron ni me pidieron nada, aún siendo obligatorio para los residentes que vuelan a las islas. En el aeropuerto me volvieron a pedir el QR, me controlaron la temperatura y listo. Sí, ya sé que los datos y la información se comparten y bla, bla, bla, pero dudo que con eso alcance.

Tal vez me equivoque, pero mi razonamiento dice que si se realizan controles aleatorios pidiendo el test y hay multas contempladas, es porque hay gente que no se los hace. Existiendo esa posibilidad, por mínima que sea, ¿por qué no controlar uno por uno, aunque el proceso sea lento? Peor que perder el tiempo en el aeropuerto es que los contagios se sigan disparando y tengamos que volver al confinamiento estricto.

Todos queremos recuperar el turismo, volver a la normalidad que conocíamos hasta el 2019 porque en España -y en mi caso particular- de eso depende nuestra estabilidad laboral y nuestra calidad de vida. Por eso, mientras avanza la vacunación y alcanzamos la inmunidad de grupo –que la OMS ya ha advertido que no se conseguirá este año-, no dejen algo tan grande como esto en manos de la responsabilidad individual. Aunque nos duela, las personas no somos de fiar.

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