Un viaje de 15 días en tiempos de pandemia
8 abril, 2020 (10:27:49)El 21 de febrero bajé la maleta de la parte alta del armario. La abrí, pasé un paño húmedo y empecé a poner sobre la cama cada prenda que me acompañaría en estas vacaciones. Antes, miré cómo estaría el clima en Milán y vi en las noticias que ya eran 16 los contagios de coronavirus en la Lombardía, que había un muerto y se había detectado al paciente 1. Ese viernes me acosté temprano para no perder el vuelo de la mañana. Previo a dormirme repasé mentalmente el itinerario.
Me subí al avión el 22 de febrero rumbo a un país que anualmente recibe más de 62 millones de turistas internacionales. Cuando regresé a casa, 15 días después, tenía una proyección de pérdida de 32 millones de turistas y 7.400 millones de euros en un trimestre. Esta es una historia de mas- carillas, desinfectantes y paranoia, pero también el botón de muestra de una realidad que está globalizándose desde la declaración de pandemia.
Milán, en pausa
El plan para mis cinco días en Milán contemplaba, principalmente, salir de copas con amigas, caminar, visitar museos y hacer un tour de un día por Venecia. Pero aterricé y en menos de 24 horas los planes se tras- tocaron: el 23 de febrero cancelaron el carnaval más importante de Italia, cerraron escuelas, universidades y museos. Yo todavía no había visitado ni el Duomo.
Ese mismo día, Armani cancelaba sus desfiles con público en el marco de la Semana de la Moda y en mi cuenta de Instagram usaba el hashtag “Milano non si ferma” (Milán no se detiene), sumándome a quienes cuestionaban el cierre de bares a las seis de la tarde. Sí, me parecía una exageración sanitaria. Que nos estaban empujando a la paranoia. Por eso, esa noche con mi amiga decidimos ir a su pizzería preferida. Cogimos la Metropolitana y bajamos en la estación del Duomo. Empezamos a dimensionar la situación cuando vimos que frente a ese gigante gótico estábamos nosotras y otras 20 personas. Fuimos dueñas de la plaza y Carolina pidió que la retratara con el móvil: en los años que llevaba viviendo en la ciudad nunca había conseguido una foto limpia.
En la pizzería había una sola mesa ocupada y no fuimos bienvenidas por la camarera que, con la manos ocultas en guantes de látex y una mirada inquisidora, nos indicó un lugar junto a la puerta. Comimos rápido –con sus ojos en nuestros platos- y caminamos 40 minutos hasta Navigli. No había ni un solo bar abierto. Era la primera noche de la primera restric- ción y era la oscuridad de una película apocalíptica.
Como los viajes en transporte público no se prohibieron, hicimos el trayecto inverso en tranvía y metro, pero desconfiando de un asiático sentado a dos lugares; mirándonos de reojo, con miedo a un estornudo. En esos gusanos metálicos empecé a sentirme indefensa. Y a partir del segundo día de viaje, que originalmente hubiese incluido un paseo por la Pinacoteca del Brera o una visita a “La Última Cena”, empezó la odisea del gel desinfectante. Pero en cada farmacia de Milán aparecía el mismo cartel: “Amuchina gel terminata”.
Respiré con alivio al tercer día, en Lecco. A 60 kilómetros de la capital económica de Italia conseguimos desinfectante, guantes y, aprovechando la mochila, compramos papel higiénico. Ya formábamos parte de la masa que desabasteció supermercados en 24 horas.
Tomando mate frente al lago -soy argentina-, sintiendo el aire frío en las mejillas y en la planta de los pies, escuchaba a lo lejos hablar de muertos. Se instaló en mi cabeza la idea de cancelar todo, recuperar el dinero y volver a la seguridad de mi octavo piso. Al otro día en Como –porque el viaje viró hacia una exploración de lugares abiertos- mientras navegábamos con mi amiga y dos parejas de adultos mayores, sentí que las cosas salían bien a pesar de todo. No podía privarme de Florencia. Eso sí, si no podia ver la Venus de Botticelli, cambiaba mi ticket y volvía a Palma.
Florencia, una extraña calma
El jueves 27 de febrero, cuando en Italia ya había 650 casos de coronavirus confirmados y siete muertos, llegué a horario a la terminal de autobús. En el trayecto de casi cuatro horas me desinfecté unas 10 veces.
Me acordaré de este viaje por los kilómetros caminados y porque la textura de las manos fue cambiando, hasta agrietarse como esas superficies de tierra que no reciben agua por meses. Mala combinación amuchina y frío.
A Florencia viajé sola, mis amigas quedaron en Milán y los mensajes diarios por Whataspp se multiplica- ron. Así me enteré de que volvieron a sus trabajos y que se reabrieron los museos y los bares, pero respetando un metro entre cada persona. Distancia de rescate.
Además de colores ocres potenciados por la lluvia, en la capital tosca- na encontré turistas sin mascarillas, amigos tomando cervezas en mesas al aire libre y leche en los supermercados. Nada que temer, creí, pero la guía con la que recorrimos la ciudad no recordaba la Via de Neri sin barullo, ni el All’ Antico Vinaio sin gente peleando un lugar por una focaccaia. Lo dijo preocupada.
El mes de marzo, octavo día de vacaciones, comenzó en Italia con 1.577 contagiados, 34 muertos y la decisión del gobierno de volver a cerrar la “zona roja”. Esa tarde, dos músicos tocaron jazz en Plaza de la República envueltos en nylon transparente, con antiparras y mascarillas. Yo me mantuve en la línea de la desinfección sistemática. Parecía que con precaución en la Toscana estábamos a salvo. Ignorábamos, en ese momento, que el coronavirus también estaba afectando la salud de los destinos y las empresas.
Roma, una escenografía
El 2 de marzo, en el bus camino a Roma leí que empezaban a cancelar vuelos al país. Es que en un día los contagiados aumentaron hasta llegar a 2.000 y las reservas cayeron con la misma velocidad. En la última semana la idea de volver no había desaparecido, pero hacía dos años que no tomaba vacaciones. Era injusto no terminarlas. Este viaje lo planee un mes antes del Apocalipsis y compré todas las entradas queriendo esquivar tumultos. Las visitas al Coliseo y al Foro Romano me demostraron que fue innecesario, porque sumando los 15 días no llegué a los 40 minutos de espera. Me llevo fotos que nunca había visto en redes sociales; tal vez en alguna película, pero sabiendo que eran imágenes ar- madas. Me moví por Roma sintiendo que estaba en una escenografía, pero sin extras.
Eterna y desolada
El 4 de marzo a las 9:45 estuve en la puerta de los Museos Vaticanos. Dos días antes el Papa Francisco se some- tía a la prueba del Covid-19 y cinco días después, por un decreto extraordinario, echaban llave y nadie podía visitar ese y otros lugares emblemá- ticos de Italia.
Esa mañana, la mujer que nos guió durante cuatro horas se sorprendió por tener la escultura de Laocoonte libre para su grupo. Nos habló del amontonamiento y de las personas levantando el móvil para llevarse una foto de la obra de mármol blanco. “Son afortunados”, nos dijo y lo repitió en la Galería de los Mapas, en la Capilla Sixtina y en el Baldaquino de San Pedro, donde no fue necesario buscar espacios, ni abrir pasillos para que pasen otros grupos. Pese a la au- diencia de los miércoles, al salir de la Basílica vi que el abrazo de la Plaza de San Pedro estaba vacio.
Durante la semana que estuve en Roma pude comer en la mesa que quise y en el Panteón tuve mi metro cuadrado recomendado por las autoridades de Salud. Anduve un sábado por la Plaza Navona y subí las escaleras de Plaza España sin tener que esquivar a los que posan. Uno de esos días, pisando los adoquines mojados de Vía Lavatore, fui dejándome guiar, no por Google Maps, sino por un sonido blanco como el de la antigua estática de la televisión. Nada de voces ni murmullos, sólo la cadencia del agua y a menos de 100 metros la Fontana di Trevi.
Un país aislado
Dejé Italia 24 horas antes del bloqueo que aisló, en un principio, a 16 millo- nes de personas. Y a gran velocidad la historia dio un giro distópico hasta convertirse en “la peor crisis que vivimos desde el final de la II Guerra Mundial”, según el primer ministro italiano, Giuseppe Conte.
El 22 de marzo los diarios hablaron de casi 800 muertos en un día; en Bérgamo no alcanzan los hornos crema- torios y un diario local publicó 10 pá- ginas de obituarios; el Papa Francisco salió del Vaticano para ir a la iglesia de San Marcello a rezar frente al crucifijo que evoca la Gran Peste de 1522. Y el gobierno reforzó las prohibiciones y las patrullas policiales porque la gente sigue saliendo a las calles pese a que la cifra de fallecidos es mayor que en China.
Yo estoy en casa, confinada entre libros, trabajo y rutinas de gimnasia por Youtube. Confiando en que esta pesadilla va a pasar: que el otro va a dejar de ser una amenaza y que nos vamos a encontrar en aeropuertos. Que volveremos a tocarnos y a darnos dos besos.
Para comentar, así como para ver ciertos contenidos de Hosteltur, inicia sesión o crea tu cuenta
Inicia sesiónEsta opinión no tiene comentarios.