Tres mitos sobre el turismo
25 octubre, 2015 (20:50:52)“¡Que inventen ellos!” Así definió nuestra manera de encarar el desarrollo científico y tecnológico el maestro Miguel de Unamuno allá por 1906, en su ensayo “El Pórtico del Templo”. Aunque parezca mentira después de más de un siglo, y en la era del conocimiento, este desdén por lo que ahora llamamos innovación aún sigue estando en el subconsciente de personas que dicen representar al empresariado turístico. No importa el “pecador”, sino el “pecado”, que no tiene nada de venial. La sombra de ese estereotipo, aunque cada vez menos ajustado a la realidad, sigue siendo alargada, y nos da una idea de la capacidad de un territorio para progresar; o dicho con otras palabras, empezamos a entender cómo la mentalidad empresarial (y política) dominante influye en el atraso de los pueblos.
Cierto es que el turismo y sus empresas se han incorporado tarde a este fenómeno de la innovación, que ha bebido de las innovaciones hechas en otros sectores de actividad (adoptándolas y adaptándolas a sus necesidades), pero no por ello deja de ser un factor clave para su desarrollo futuro: no es ninguna excepción en la economía actual. ¿Cómo si no, en el medio/largo plazo, podremos ser competitivos si casi todos los huevos que tenemos en nuestra cesta turística están colocados en el trinomio ladrillo, sol y playa y masificación? Nadie pensará en su sano juicio que, en un mercado global, podremos hacerlo con base en los precios. Sé que estoy generalizando, pero éste es el primero de los mitos que hemos de desterrar, empezando a ver el turismo como un sector cada vez más intensivo en información y soluciones tecnológicas, y eso significa promover la colaboración con los agentes del conocimiento (especialmente las universidades) y dar más prioridad a los esfuerzos en I+D+i. Y los más pequeños, a agruparse y cooperar, para poder hacer lo que de forma individual su tamaño y recursos no les permiten.
El segundo mito lo extraigo de la misma fuente que el anterior, cuando se afirma que salvo la comercialización, lo demás sobra. O sea, que aún contamos con dirigentes empresariales/políticos que ven el turismo de forma tan simple como un conjunto de productos que hay que promocionar. Y basta, desconociendo la creciente complejidad de esta actividad económica por su transversalidad, por la multiplicidad de agentes privados y públicos que intervienen y es preciso coordinar dentro de una estrategia explícita y compartida, por los cambios que se están produciendo en todos los órdenes (social, cultural, demográfico, ambiental, etc.)… Además de despreciar el conocimiento (la inteligencia competitiva), se sigue pensando que las grandes cadenas hoteleras son el centro del universo turístico, sin dar atención a cuáles son hoy en día las razones del turista en potencia a la hora de movilizarse y elegir un destino (que cada vez tienen menos que ver con el alojamiento, salvo en los modelos socialmente insostenibles en que está cautivo con el todo incluido); aparte de opciones que han tomado una fuerza inusitada fruto de la llamada economía colaborativa o P2P. Aunque deban ser reguladas (pensemos en las viviendas para uso turístico), éstas han llegado para quedarse, catapultadas a velocidad de vértigo por las tecnologías de hoy en día. Pues sí, estimado/a lector/a, esta mentalidad aún existe y manda. No sé hasta qué punto es representativa de lo que ocurre en nuestro país, aunque cada vez su peso sea (por fuerza) menor, pero debe quedar claro que en el turismo existen más grupos de interés a los que hay que dar su papel a la hora de definir el modelo turístico que se desea para un determinado lugar (entre otros las comunidades locales receptoras de los flujos turísticos, que menciono expresamente porque suelen constituir el eslabón perdido en los procesos de planificación turística, caso de existir).
El tercer y último mito que referiré en este post tiene que ver con la artificialidad en la definición de los destinos turísticos. Por un lado, resulta que ahora el turismo está en las agendas de cualquier gobierno municipal, sin preguntarse si en realidad ese territorio cuenta con recursos como para ello. Es evidente que en muchos casos los ejes del desarrollo socio-económico no pueden venir de la mano del turismo, ni siquiera como un complemento, que es lo que generalmente es. Sin embargo, raro será el ayuntamiento que no cuente con un concejal del ramo, que hace lo que puede (si es que puede hacer algo), incluso confundiendo esta área con la de poner rotondas, adecentar jardines, arreglar desperfectos urbanos u organizar algún que otro evento que no puede quedar más que para consumo local. Y por otro, la artificialidad de la provincia para la delimitación de un destino turístico y sus entes de promoción o de gestión. Un destino turístico no lo define alguien en un despacho con un mapa por delante. Somos tributarios de los corsés administrativos, sin reparar en que esa delimitación se realiza en realidad en la menta del turista, siendo, además, dinámica, pues suele cambiar con el tiempo. El turista puede percibir dos comarcas de provincias diferentes como un único destino turístico, por ejemplo. O en una misma provincia, dada su diversidad, pueden coexistir varios destinos turísticos, que resultaría más eficaz promocionar y gestionar separadamente, en función de sus singularidades. A nivel personal, haría desaparecer las provincias a este nivel.
En suma, reconozcamos que las principales limitaciones están en nosotros mismos. A partir de ahí tratemos de evolucionar. No todo el futuro es incierto: hay una parte que depende de nuestra capacidad para leerlo y anticiparnos. La obsolescencia turística que manifiestan ciertas mentalidades ha de ser reemplazada por visiones renovadas, frescas, actuales, amplias y con proyección de futuro, además de con independencia de pensamiento. ¿Es mucho pedir?
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